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domingo, 24 de octubre de 2010

El Purgatorio - Cuento


Por: Juan Felipe Restrepo Mesa

-"Dos de queso por favor" fue lo último que alcancé a decir, antes de quedar sumido en la total oscuridad.

Mi nombre es Nibaldo Campanero, me dicen Baldano. Si me permite le cuento cómo es que llegué a este pozo oscuro en el que me encuentro y al que creo, llaman purgatorio.

Todo comenzó un sábado; había conocido yo a esa gente de la compañía de teatro Zarabanda ocho días atrás, tres muchachos y dos chicas que se encontraban recorriendo esta región del país buscando lo que ellos llamaban el 'sentido profundo de la vida'.

A mí se me ocurrió un negocio de bola a bola; el cura párroco de nuestra vereda se encontraba en plena organización de las fiestas patronales y yo le tendría el mejor espectáculo jamás antes visto en la historia de Los Molinos. A su vez, a mis amigos actores, que se encontraban mas pelados 'que cachete de trompetista' les vendría de maravilla un contrato del que yo, por supuesto, me reservaba una jugosa utilidad, cosa que ni el curita ni los actores tenían porque saber... todos tenemos derecho a ganarnos la vida, además por ser el de la idea.

Los cité en El Remanso, en la plaza de Los Molinos, a eso de las cinco de la tarde. La gente llegó puntual. Venían todos cinco en un taxi desvencijado con placas de la capital, conducido por Baudelino, joven, alto, trigueño, bien parecido, quien se presentaba como el ‘manager’ del grupo. Mi intención era darles cerveza hasta emborracharlos y luego hacerles firmar el mencionado contrato.

Tomamos y conversamos, resultándome esta gente unas canecas sin fondo que al cabo de cuatro horas de licor y música estridente me emborracharon y me dejaron sin un centavo y sin ningún contrato firmado, con lo cual me despedí y me dirigí con marcha cerebelosa a la pensión donde malvivía.

Tan pronto me retiré, Baudelino se levantó de la mesa y se dirigió a la rocola justo en un extremo del amplio local donde estaba Rosario, moviéndose juguetonamente al ritmo de la música. Una jovencita de unos diecisiete años, carita angelical y con esa belleza y frescura que da la juventud. Desde que nos habíamos sentado el joven Baudelino no le había quitado el ojo de encima a la muchacha y ésta a su vez le correspondía con sonrisas y coqueteos.

Desde el saludo y la presentación, el zorro de Baudelino pudo darse cuenta que Rosario era la clase de persona que se pasaba la vida añorando la llegada de un príncipe azul que la sacara de la vida que llevaba, en ese pueblo que como ella solía decir no pasaba nada.

Rosario soñaba con luces y colores, con canutillos y lentejuelas, con automóviles de lujo y el glamur de los actores de las telenovelas.

Baudelino, hábil encantador de serpientes, en menos de media hora tenía a Rosario embolatada entre nubes y fantasías, de ahí a acostarla en el asiento posterior del taxi sólo le resto un par de cervezas más.

Abelardo Rios observaba desde la rotonda del parque toda la escena, mordiendo un pedazo de su mochila, muriéndose de los celos y de rabia. Él, estudiante de sicología, era el mejor amigo de Rosario, además de ser su eterno enamorado era también su terapista de cabecera. Una sola vez se había atrevido a confesarle a Rosario sus sentimientos y ésta no hizo más que burlarse de él. De complexión robusta, con la huella de un acné juvenil, era un individuo tímido e inseguro; Rosario lo veía como el buenote de Abelardo, -tan solo amigos-, solía repetirle.

En la esquina opuesta a El Remanso, sentada en un murito justo en frente, observando todo cuanto acontecía esa noche estaba Cindy, una chica alta, esbelta, exhuberante, de unos veintiún años, con el cabello rubio y los ojos claros por efecto de esos lentes de contacto de colores, que le confería una apariencia felina; ex-estudiante de secretariado, dejó los estudios para dedicarse de lleno a la vida fácil; desde muy niña se acostumbró a hacer lo que fuese necesario para levantarse lo del diario; en el trasegar de su corta pero prolija vida se había hecho adicta al cigarrillo, al alcohol y a la cocaína. Adscrita a una red de prostitución que funciona a través de números celulares y que se les denomina ‘prepagos’, era muy cotizada en el medio por su apariencia juvenil y hermosa figura.

Tan pronto Baudelino y Rosario salieron de la parte posterior del taxi, y mientras ella aún se ajustaba la falda, él le hacía cruces con los dedos jurándole que al día siguiente en ese mismo lugar pasaría a recogerla a las siete de la mañana para llevársela a vivir a la capital. Prometiéndole que tan pronto llegaran, la presentaría con un director de televisión amigo suyo para un ‘casting’. Ella empinándose le dio un beso y salió corriendo para su casa a hacer su maleta. No pegó el ojo en toda la noche imaginándose en la capital, luciendo uno de esos trajes vaporosos de estos diseñadores de apellido raro, fumando glamorosamente y concediendo entrevistas en los noticieros de farándula.

Entre tanto, Cindy que veía que se le iba pasando la noche en blanco, decidió jugársela con el artista y manejador de compañías de teatro y como dicen por ahí, el diablo sabe a quién le sale...

Cuando Baudelino vio a ese monumento de mujer casi se desmaya, quiso volverse loco. Ella como una pantera lo rodeó, lo fue envolviendo con sagaces movimientos y lentos ademanes. Baudelino no soportó tal acecho, tal tentación y cayó redondito a los pies de Cindy. Primero, cigarrillito, luego cerveza de marca y michelada, -esta mujer es de clase-, pensaba, y le hizo descorchar una botella de Old Parr, finalmente, de la casa de los Mochuelos, le hizo comprar dos dedos de perico. Baudelino al cabo de tres horas había gastado todo el dinero que llevaba encima y el que no llevaba también; cuando sus amigos le vieron empeñar el taxi, decidieron irse y dejarlo solo.

En el taxi, que continuaba parqueado a un costado del local donde quedaba El Remanso, había quedado Lucy, una perrita gozque que Baudelino había amaestrado, enseñándole a bailar en dos paticas al son de las palmas y cuando éste le hacía con la mano como que le disparaba, ella se hacia la muerta, y cuando el acto terminaba, Baudelino le daba un gorrito que ésta sujetaba con sus dientes y en el que recogían las monedas que la gente generosamente les daban. Lucy se fue quedando profundamente dormida dentro del destartalado vehículo.

Abelardo al ver el estado de enajenamiento en que se encontraba Baudelino, decidió que temprano advertiría a Rosario lo que estaba sucediendo, evitándole de esa manera una honda decepción.

A Baudelino y a Cindy los vieron esa noche por última vez de camino a la playa, con tanto licor y droga entre pecho y espalda que parecían un par de marionetas de trapo, abrazados y sosteniéndose entre sí con suma dificultad.

Siendo como las seis de la mañana del domingo, Lucy se despertó al oír los buses y los pregones de los vendedores de frutas y pescado. Con total pericia haló con sus dientes el seguro de la portezuela, todos esos trucos y muchos más, como sacar billeteras de los bolsillos de las personas y tomar los bolsos de las señoras en las mesas de los restaurantes, se los había enseñado el buen Baudelino. De la misma manera giró la palanca y abrió la puerta, saliendo muy horonda a dar un paseo por los alrededores del taxi. Inmediatamente otros perros que deambulaban por el sector sintieron la presencia de una perrita en calor y comenzaron a ladrar y a correr tras ella, esta empezó a correr y los demás perros a seguirla.

Abelardo vio en su reloj las seis y cuarto de la mañana y saltó de la cama como un resorte, se calzó, se montó en su bicicleta y salió rumbo a la casa de Rosario.

Dobló la esquina y descendió a toda velocidad cuesta abajo por la calle principal de Los Molinos; a unos pocos metros de la tienda de Antonio el turco Báladi, una jauría de perros ladrando, corriendo tras una perrita blanca se atravesaron de improviso en su camino y no siendo capaz de maniobrar y eludir el obstáculo, salieron volando por los aires, Abelardo, Lucy y la bicicleta. La bicicleta quedó inservible, Abelardo se recupera de múltiples contusiones y heridas y de Lucy se desconoce su paradero.

Rosario llegó a la hora convenida, lucía un jean con estoperoles de colores y una blusita amarilla de algodón, se sentó en el murito con su maleta de color rosa a esperar a Baudelino. Siendo las ocho de la mañana y al ver que su príncipe no aparecía, se quitó las sandalias doradas que llevaba puestas, dejó su maleta en el murito y camino hacia la playa.

Dos cuerpos yacían sin vida tendidos en la arena, ahí donde muere la ola. Ella con un topsito raído por la violencia de las olas dejaba sus senos al descubierto, y él, desnudo, con su cuerpo amoratado, arañado e inflado; eran Baudelino y Cindy. Rosario se paró a mirar junto a las demás personas que se arremolinaron en torno a los occisos, a los que el mar empujaba caprichosamente.

Rosario se dio vuelta, se sacudió el cabello y caminó a lo largo de la costa. Tomó un palo como de un metro de largo y empezó a golpear con rabia todo cuanto encontraba a su paso. Las personas la observaban desconcertadas sin atinar qué hacer. Señales de tránsito, postes, canecas, puertas y ventanas, incluso algunos vehículos de turistas que ya empezaban a llegar, fueron blanco de los palazos de Rosario, que además parecía que había adquirido una fuerza inusitada.

Como a eso de la diez de la mañana me levanté, la resaca me estaba matando, no me aguantaba ni el hambre ni la sed. Metí la mano en los bolsillos de mi pantalón y nada. No tenía cinco centavos, entonces me acordé de mi desafortunado intento de hacerme promotor artístico. Recordé que entre las páginas de un librito que había sobre la mesa de noche había metido un billetico, no era gran cosa, pero al menos me alcanzaría para poner cualquier “liga” en la barriga.

Me puse la camisa, un jean y mis sandalias ‘tres puntadas’, salí a la calle y sentí cómo el sol me rasgaba los ojos. Enceguecido aún por la resolana y sudando copiosamente en el pecho y las axilas, caminé hacia la mesa de frito de la esquina.

Dos de queso por favor fue lo único que alcancé a decir antes de que Rosario Suescún me atestara un palazo en la cabeza habiéndome confundido con un poste de la luz.

No sé qué pasó después...fueron unos segundos, quizá minutos o tal vez horas... para el caso no importa, el asunto es que una vez volví en mí, me encontré en esta oscuridad, atrapado en este pozo, al que según creo, llaman el purgatorio.

FIN

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