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lunes, 23 de julio de 2012

De la Patagonia a Nuqui - 2a entrega

Al encuentro de la Ballenas - Bitácora de Viaje

Por: Juan Felipe Restrepo Mesa

Cuando la puerta del avión se abrió sentí el aire cargado de humedad y pude ver la majestuosidad de la selva que empieza ahí mismo donde termina la arena de la playa. El vuelo a Bahía Solano desde el aeropuerto Olaya Herrera de la ciudad de Medellín dura 45 minutos aproximadamente. Dejando atrás La Cordillera Occidental Colombiana, la mayor parte del vuelo se hace sobre una inmensa sabana verde, atravesada por un serpenteante río Atrato. Mi padre solía bromear diciendo que si uno se caía en esa selva, no volvía a aparecer -“ni en la última página del periódico”-, así es la selva del Chocó Colombiano, densa, verde y agreste, uno de los lugares donde más llueve en el mundo.

Mis compañeros de viaje eran mis mejores amigos del colegio, juntos habíamos terminado el curso de buceo con tanques, y como ya habíamos cumplido los catorce años, mis papás nos permitieron viajar solos a pasar las vacaciones de mitad de año en la cabaña que tenemos en Bahía Solano. Rodolfo y Ana que han sido por años nuestros mayordomos y son personas en quienes mis padres tienen puesta toda su confianza nos esperaban en el aeropuerto. Rodolfo nació en Piñas y desde que tiene uso de razón ha navegado las turbulentas aguas del Océano Pacífico Chocoano. Ana, su mujer, ha trabajado desde niña con mi familia, ella me cuenta que fue mi abuelo, quien salvó su vida, cuando recién nacida junto a su madre fueron presa del paludismo y su abuela, la vieja Yoya la daba ya por muerta. Su madre no corrió con la misma suerte y murió víctima de las altas fiebres. Los antepasados de Rodolfo y Ana fueron esclavos que llegaron de África.

Mientras veía por la ventana del avión aquella mañana de Junio, pensaba en las palabras que mi padre me dijo mientras me subía al Aero-Commander bimotor que nos llevaría a Bahía. “Hijo, autonomía y responsabilidad son dos hermanas que siempre andarán juntas tomadas de la mano”. Lo que mas nos entusiasmaba a mis amigos y a mi, era el hecho de poder hacer avistamiento de Ballenas Yubartas, que por esta época del año arriban a las costa Pacífica a aparearse. Quince días de aventuras, pesca con Rodolfo, caminatas por la selva, inmersiones de buceo, y como si fuese poco, degustar las deliciosas comidas que nos haría Ana y en las noches escuchar las historias de la abuela Yoya, mientras fuma graciosamente su tabaco.

El día amaneció nublado como es costumbre en esta región del país, un leve aguacero refrescaba un poco el bochorno del ambiente; ansiosamente esperábamos en la playa a que Rodolfo terminase de preparar la lancha para irnos de pesca. En las mañanas la marea del Pacífico hace que el mar se retire casi un kilómetro de su distancia habitual, con lo cual queda al descubierto una gran cantidad de fauna marina, cangrejos azules, pececitos de colores y erizos de mar entre otros permanecen atrapados en pequeñas charcas, hasta que la marea vuelve a subir; hay cuatro cambios de marea de seis horas cada uno.

Por fin salimos de pesca. Desde que tengo uso de razón he tenido esa misma agradable sensación cuando se aceleran los motores, la brisa marina me inunda los sentidos y mi corazón late con todas las fuerzas. Lanzamos los cordeles al mar mientras una bandada de gaviotas surcaba el cielo y una manada de delfines moteados nadaba a toda velocidad a nuestro lado, saltando, dando volatines en el aire. Las varas se tensaron, y mientras doblábamos alrededor de Los Vidales, formaciones de rocas ígneas que en la mitad del mar como centinelas protegen la bahía, el chirrido del carretel nos anunciaba que un gran pez había mordido el señuelo y que el almuerzo venía en camino. Nuestra costa Pacífica es muy rica en pesca, por ser bañada por ramales de la corriente de Humbolt y es de esperar que toda presa que capturas sea una pieza de gran tamaño. Esta vez no fue la excepción y una Sierra Wahoo de metro y medio de largo casi nos saca a mis amigos y a mi del bote, de no ser por los cinturones de seguridad que nos mantenían sujetos a la lancha; Rodolfo muerto de la risa nos amenazaba con cortar el sedal si nos dejábamos ganar la pelea del animal. Abelito su hijo, de nuestra misma edad, se alistaba con un garfio a izar en la borda de la embarcación tamaña fiera; casi una hora de pelea nos dejaron exhaustos, decidimos entonces regresar a casa. La Wahoo terminó en la olla de Ana; degustamos el suculento almuerzo con patacones, arroz con coco, y medallones de Sierra sin imaginar siquiera que sería la última comida decente que tendríamos durante los siguientes ocho días.

El plan que teníamos para la tarde era bucear en el bajo “Galatea”; un cantil de unos sesenta pies de profundidad a unos treinta minutos de la cabaña. Cuando nos disponíamos a organizar los equipos de buceo, Abelito nos informó que Rodolfo se había tenido que ir a hacer una diligencia al pueblo y tendríamos que posponer la buceada para otro día. Lucas y Juancho se disgustaron y para ser honesto yo también, pues estábamos desesperados por meternos al mar, decidimos tomar el bote e ir nosotros con Abelito, al fin y al cabo, era a tan solo 30 minutos de la casa y ¿qué nos podría pasar? Una extraña sensación me recorrió mi cuerpo pues sabía que estaba cometiendo un grave error pero me negaba a reconocerlo. Encendí los dos motores, recogimos el ancla, y enfilamos la proa en dirección a “Galatea”.

Todo ocurrió con mucha rapidez; los motores se detuvieron enredados en un trasmallo, la ola nos golpeó de popa, la batería hizo corto, hubo una chispa y hasta se intentó formar un incendio que sofocamos rápidamente con el extintor de la lancha. Ninguno de nosotros tenía ni la más remota idea de cómo hacer funcionar de nuevo los motores y como tampoco teníamos electricidad la radio del bote estaba fuera de servicio. Los celulares tampoco funcionaban pues en esa región del país la telefonía celular es aún muy precaria; así que ahí estábamos cuatro adolescentes, a la deriva y en mitad del mar.

El único equipo que funcionaba era el GPS (Sistema de Geo Posicionamiento Global) que por ser a baterías no se dañó con el cortocircuito, éste me recordaba segundo a segundo que estábamos siendo arrastrados cada vez más lejos de casa hacia mar adentro. En mi mente aún resonaban los consejos de mi papá antes de montarme en el avión: “Manuel, antes de tomar cualquier decisión, piénsalo bien por lo menos tres veces”, y claro mi testarudez ni siquiera me permitió considerar los riesgos de tomar el bote sin permiso y sin Rodolfo. La tarde fue dando paso a la noche; no cesaba de llover, acurrucados nos acostamos en la proa de la lancha cubriéndonos con la carpa y un plástico que Rodolfo utilizaba para tapar los motores.

Me arrullé recordando una historia que la abuela Yoya nos contó la noche anterior, acerca de cómo su padre, el viejo Anastasio, cuando era un niño, había sido salvado de morir ahogado en el mar por una manada de ballenas Yubartas, y nos decía qué como era una persona muy buena y de noble corazón las ballenas le hablaban, y una de ellas, la que llamaban Caspian, le dijo que había sido muy valiente y que jamás lo iban a olvidar. Mis amigos y yo no hicimos más que burlarnos esa noche de lo absurdo de la historia, pero en medio de ese mar oscuro y bajo la inclemente lluvia, añoraba con todas las fuerzas de mi corazón que esa historia fuese cierta y que un grupo de ballenas viniera a salvarnos.

Lo de menos era el agua potable pues en el Pacífico no para de llover, ni la comida, pues los peces se saltaban dentro de la embarcación, lo preocupante era que la corriente nos seguía arrastrando hacia mar adentro a toda velocidad y en un par de días estaríamos frente a Nicaragua o El Salvador.

Pasó el segundo día y ni un barco ni un avión; a nuestro alrededor se observaba un mar de color café con toda suerte de objetos flotando en él, ramas de plátano, suelas de zapato, un pedazo de sombrilla, bolsas plásticas, una gaviota se erguía en lo que parecía una bacinilla y troncos gigantescos; decidimos pescar y Lucas atrapó un Mahi mahi. Lo subimos al bote, le quitamos las vísceras y nos lo comimos crudo. En baldes habíamos recogido suficiente agua dulce y además no había parado de lloviznar. En la noche cesó la lluvia y el cielo se despejó, jamás habíamos visto tantas estrellas, era verdaderamente hermoso. En el mar un fenómeno aún más increíble, millones de pequeños micro organismos planktónicos bío-luminiscentes hacían que la lancha pareciese suspendida en el cielo.

Mis amigos se durmieron y yo me quedé sumido en mis pensamientos sentado en la borda de lancha cuando sentí a mis espaldas un estruendo acompañando de surtidor de agua, era una gran ballena Yubarta justo al lado de nuestra embarcación. Era tal su tamaño que hacía ver nuestro bote como una pequeña cáscara de nuez. Por un instante nuestras miradas se cruzaron y en sus ojos pude ver la misma sensación de honda preocupación que me embargaba a mí en ese momento. Permanecimos uno al lado del otro por espacio de una par de horas, incluso me permitió que con mi mano rozara su enorme cabeza. Luego desapareció y yo me acosté con mis compañeros.

Al día siguiente, el segundo, cuando apenas comenzaba a despuntar la mañana, a lo lejos, como a unos 100 metros pude contar unas diez ballenas jorobadas. Parecían desorientadas, sin saber a donde ir, y lo que más nos llamó la atención es que todas nadaban en torno a una de ellas que parecía en problemas. Remamos con todas nuestras fuerzas y cuando llegamos al sitio efectivamente una de ellas estaba enredada en una especie de red sujeta a tramos de cables de acero; nosotros nos pusimos los equipos de buceo y nos sumergimos pero ya era demasiado tarde, la ballena había tragado mucha agua y prácticamente estaba muerta, pude reconocer el animal que me acompañó por dos horas la noche anterior y me sorprendió como intentaba por todos los medios mantener a flote al animal atrapado. Pudimos constatar que eran todos machos. Con nuestros cuchillos tratamos de liberar la cola del animal, pero ya no teníamos tiempo, y la vimos exhalar por última vez. Nuevamente los ojos de la ballena y los míos se cruzaron y pude ver la tristeza que la embargaba y si se me permite, creo que la vi llorar.

De vuelta en el bote nos acurrucamos en la proa a esperar que amainara un pertinaz aguacero. En la tercera noche de naufragio la ballena Yubarta volvió a acercarse a nuestro bote, sentí un impulso de meterme a nadar con ella, me puse la máscara de buceo, el snorkel y las aletas y me sumergí a su lado, su enorme cabeza me superaba en tamaño, me sostuve en su costado y creo que así estuvimos por un largo rato. –“Yo creo que estas perdido”- le dije, -“al igual que nosotros, estamos todos fuera de curso”-. Ella parecía entenderme asintiendo con un movimiento de sus aletas frontales. Por mis clases de Biología en el colegio sabía de los estragos que estaba ejerciendo el sobrecalentamiento en las corrientes marinas que sirven de guía a estos cetáceos. Una vez en la borda de la lancha le propuse a la ballena un trato, yo las guiaría a Nuquí y ellas con sus fuertes coletazos nos empujarían de vuelta a casa; mi amigo me entendía. Con el GPS trazamos el rumbo a Nuquí, con mi brazos le indicaba a Odíseo, porque así era que se llamaba, el rumbo a seguir; todas las ballenas a medida que nadaban producían una corriente tal, que hacía estremecer nuestra lancha. Nuestra sociedad funcionó de maravillas y en los tres días siguientes alcanzamos nuestro objetivo, una vez allí fuimos reconocidos por el guardacostas que vino a nuestro rescate; Odiseo y yo nos dijimos adiós y cuando estábamos siendo remolcados a la orilla, a lo lejos pude ver a Odiseo y sus amigos saltar de alegría al encuentro con su amada Helena. La época del apareamiento en el Pacífico había comenzado justo a tiempo.