La Boquilla, cualquier mediodía de Abril. El sopor del medio día se ve interrumpido por el estropicio que produce ese amasijo de hierros carcomidos por el salitre. Entre la herrumbre y el oxido se logra advertir algo de lo que otrora fue pintura amarilla. Pongo mi albarca en el estribo, cuidando que de no cortarme la pantorrilla con un pedazo de latón, o de no meter la pata en el hueco a través del cual se ve la trilla del camino. Le entrego al conductor un billete de cinco mil pesos para pagar el pasaje, él a su vez me extiende una mano muy grande con un bulluco de billetes de vueltas. Son notorias las uñas gruesas y sucias y la piel del brazo cubierta por una mezcla de polvo, grasa y sudor. Le recibo los billetes y me dirijo hacia la única banca que queda vacía. Me siento de lado tratando de evitar chuzarme el culo con un pedazo de resorte que se asoma por entre la espuma y el cordobán roto. Pacientemente abro cada uno de los billetes organizándolos de tal forma que pueda ponerlos en mi billetera; el olor a podrido de los billetes y esa textura que más que papel parece tela mojada, me produce nauseas. Miro por la ventanilla tratando de respirar un poco de aire fresco, pero lo único que consigo es encandilarme con la resolana; siento mi piel quemarse y mi garganta reseca como estopa. A mi alrededor veo caras de gentes que parecen hipnotizadas, lucen idas, se arrellenan en sus asientos, más muertos que vivos. Una parada más y el grito del sparring “¡Cartagena, Cartagena!”; el conductor hace señas a un vendedor de bolis, saca la mano por la ventanilla, le extiende unas monedas y éste a su vez le pasa una bolsa de agua. De un mordisco le arranca una de sus esquinas y exprime el contenido contra su cara, el agua corre y se derrama, mezclándose con la tierra en las arrugas de su cuello. Las gotas se evaporan antes de caer al suelo. El conductor chancletiando el embrague, le indica al ayudante que ya estamos listos para partir. Viste camiseta de algodón color beige de la mugre, estampada con la foto de una barra de jabón de bola, rota y carcomida por la polilla, pantalones de mezclilla arremangados y calza unas sandalias de caucho de un color que ya no se sabes si es naranja, rosado o blanco. Mueve la palanca de velocidades con mucha fuerza, escuchándose un tronar de bujes, ejes, engranajes y tornillos que mas que chirriar, lloran suplicando que les aplique al menos una gota de aceite. El aparato convulsiona tres veces antes de ponerse en marcha y finalmente logra coger camino. Levanto nuevamente la mirada y lo único que alcanzo a ver son cuerpos obsesos y aceitosos que se entrelazan impidiendo aún el paso de la luz; barrigas de hombres y mujeres que se asoman y derraman por entre camisetas humedecidas por el sudor; en el ambiente un olor rancio, mezcla de gasoil y almizcle, que corta la respiración. Justo a mi lado, una mujer gordísima como un manatí, me aplasta sus enormes senos contra mis oídos y en lugar de parecerme algo erótico, solo consigue agudizar aún más esas ganas de trasbocar que tengo. Cuando por fin logro reponerme de los estartasos del arranque un punzón hirviente me taladra los oídos; el ruido infernal que emite un enchanclado equipo de música colgado de uno de los parales de la cabina del conductor, amarrado con gutapercha y pedazos de neumático. En la emisora se escucha una colección de sonidos estridentes que se repiten una y otra vez sin ninguna variación, una misma frase nasalizada todo el tiempo en algún dialecto que no logro descifrar, y pienso “-a todo le quieren llamar música-”. Me resultan tan repugnantes lo senos y la barriga de la señora que ahora se recuesta descaradamente sobre mi hombro, que prefiero cederle el puesto. “Seño, siéntese”, y la mujer se sienta, no me mira, ni me da las gracias. Pienso, “ojalá se chuce las nalgas con el pedazo de resorte por grosera y malagradecida”. Es en esa mezcla de cuerpos, música, grasa, sudor y alta temperatura donde la presión hace que la materia se expanda, cediendo el material por fatiga y exceso de uso. Es justo ahí cuando una pequeña grieta que se advertía en el piso, se convierte en un cráter que amenaza tragarse a todo el mundo; la gente se aprieta aún más evitando irse por ese gran roto y el chofer impertérrito continúa gritando “¡acomódensen, atrás, atrás, atrás cabe más gente!”; el sparring se abre paso entre la multitud de barrigas y tetas cobrando el pasaje de los recién embarcados, se apoya contra las bancas mientras cuenta la plata y da las vueltas, la gorda le da un billete de diez mil y él le dice que enseguida le trae la plata; ella lo mira con cara de pocos amigos. De pronto, una de las llantas cae bruscamente en un hoyo del camino, en un santiamén todo se hace polvo de un color café claro, lo último que veo antes de perder el conocimiento es un niño en la ventana apoyando su manos cubiertas totalmente de sangre. Al día siguiente, en la sección Sucesos del Universal, el titular señala “Buseta de la Boquilla con sobrecupo se incendia al partirse por la mitad; todos sus ocupantes mueren calcinados”.
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