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domingo, 24 de octubre de 2010

El Purgatorio - Cuento


Por: Juan Felipe Restrepo Mesa

-"Dos de queso por favor" fue lo último que alcancé a decir, antes de quedar sumido en la total oscuridad.

Mi nombre es Nibaldo Campanero, me dicen Baldano. Si me permite le cuento cómo es que llegué a este pozo oscuro en el que me encuentro y al que creo, llaman purgatorio.

Todo comenzó un sábado; había conocido yo a esa gente de la compañía de teatro Zarabanda ocho días atrás, tres muchachos y dos chicas que se encontraban recorriendo esta región del país buscando lo que ellos llamaban el 'sentido profundo de la vida'.

A mí se me ocurrió un negocio de bola a bola; el cura párroco de nuestra vereda se encontraba en plena organización de las fiestas patronales y yo le tendría el mejor espectáculo jamás antes visto en la historia de Los Molinos. A su vez, a mis amigos actores, que se encontraban mas pelados 'que cachete de trompetista' les vendría de maravilla un contrato del que yo, por supuesto, me reservaba una jugosa utilidad, cosa que ni el curita ni los actores tenían porque saber... todos tenemos derecho a ganarnos la vida, además por ser el de la idea.

Los cité en El Remanso, en la plaza de Los Molinos, a eso de las cinco de la tarde. La gente llegó puntual. Venían todos cinco en un taxi desvencijado con placas de la capital, conducido por Baudelino, joven, alto, trigueño, bien parecido, quien se presentaba como el ‘manager’ del grupo. Mi intención era darles cerveza hasta emborracharlos y luego hacerles firmar el mencionado contrato.

Tomamos y conversamos, resultándome esta gente unas canecas sin fondo que al cabo de cuatro horas de licor y música estridente me emborracharon y me dejaron sin un centavo y sin ningún contrato firmado, con lo cual me despedí y me dirigí con marcha cerebelosa a la pensión donde malvivía.

Tan pronto me retiré, Baudelino se levantó de la mesa y se dirigió a la rocola justo en un extremo del amplio local donde estaba Rosario, moviéndose juguetonamente al ritmo de la música. Una jovencita de unos diecisiete años, carita angelical y con esa belleza y frescura que da la juventud. Desde que nos habíamos sentado el joven Baudelino no le había quitado el ojo de encima a la muchacha y ésta a su vez le correspondía con sonrisas y coqueteos.

Desde el saludo y la presentación, el zorro de Baudelino pudo darse cuenta que Rosario era la clase de persona que se pasaba la vida añorando la llegada de un príncipe azul que la sacara de la vida que llevaba, en ese pueblo que como ella solía decir no pasaba nada.

Rosario soñaba con luces y colores, con canutillos y lentejuelas, con automóviles de lujo y el glamur de los actores de las telenovelas.

Baudelino, hábil encantador de serpientes, en menos de media hora tenía a Rosario embolatada entre nubes y fantasías, de ahí a acostarla en el asiento posterior del taxi sólo le resto un par de cervezas más.

Abelardo Rios observaba desde la rotonda del parque toda la escena, mordiendo un pedazo de su mochila, muriéndose de los celos y de rabia. Él, estudiante de sicología, era el mejor amigo de Rosario, además de ser su eterno enamorado era también su terapista de cabecera. Una sola vez se había atrevido a confesarle a Rosario sus sentimientos y ésta no hizo más que burlarse de él. De complexión robusta, con la huella de un acné juvenil, era un individuo tímido e inseguro; Rosario lo veía como el buenote de Abelardo, -tan solo amigos-, solía repetirle.

En la esquina opuesta a El Remanso, sentada en un murito justo en frente, observando todo cuanto acontecía esa noche estaba Cindy, una chica alta, esbelta, exhuberante, de unos veintiún años, con el cabello rubio y los ojos claros por efecto de esos lentes de contacto de colores, que le confería una apariencia felina; ex-estudiante de secretariado, dejó los estudios para dedicarse de lleno a la vida fácil; desde muy niña se acostumbró a hacer lo que fuese necesario para levantarse lo del diario; en el trasegar de su corta pero prolija vida se había hecho adicta al cigarrillo, al alcohol y a la cocaína. Adscrita a una red de prostitución que funciona a través de números celulares y que se les denomina ‘prepagos’, era muy cotizada en el medio por su apariencia juvenil y hermosa figura.

Tan pronto Baudelino y Rosario salieron de la parte posterior del taxi, y mientras ella aún se ajustaba la falda, él le hacía cruces con los dedos jurándole que al día siguiente en ese mismo lugar pasaría a recogerla a las siete de la mañana para llevársela a vivir a la capital. Prometiéndole que tan pronto llegaran, la presentaría con un director de televisión amigo suyo para un ‘casting’. Ella empinándose le dio un beso y salió corriendo para su casa a hacer su maleta. No pegó el ojo en toda la noche imaginándose en la capital, luciendo uno de esos trajes vaporosos de estos diseñadores de apellido raro, fumando glamorosamente y concediendo entrevistas en los noticieros de farándula.

Entre tanto, Cindy que veía que se le iba pasando la noche en blanco, decidió jugársela con el artista y manejador de compañías de teatro y como dicen por ahí, el diablo sabe a quién le sale...

Cuando Baudelino vio a ese monumento de mujer casi se desmaya, quiso volverse loco. Ella como una pantera lo rodeó, lo fue envolviendo con sagaces movimientos y lentos ademanes. Baudelino no soportó tal acecho, tal tentación y cayó redondito a los pies de Cindy. Primero, cigarrillito, luego cerveza de marca y michelada, -esta mujer es de clase-, pensaba, y le hizo descorchar una botella de Old Parr, finalmente, de la casa de los Mochuelos, le hizo comprar dos dedos de perico. Baudelino al cabo de tres horas había gastado todo el dinero que llevaba encima y el que no llevaba también; cuando sus amigos le vieron empeñar el taxi, decidieron irse y dejarlo solo.

En el taxi, que continuaba parqueado a un costado del local donde quedaba El Remanso, había quedado Lucy, una perrita gozque que Baudelino había amaestrado, enseñándole a bailar en dos paticas al son de las palmas y cuando éste le hacía con la mano como que le disparaba, ella se hacia la muerta, y cuando el acto terminaba, Baudelino le daba un gorrito que ésta sujetaba con sus dientes y en el que recogían las monedas que la gente generosamente les daban. Lucy se fue quedando profundamente dormida dentro del destartalado vehículo.

Abelardo al ver el estado de enajenamiento en que se encontraba Baudelino, decidió que temprano advertiría a Rosario lo que estaba sucediendo, evitándole de esa manera una honda decepción.

A Baudelino y a Cindy los vieron esa noche por última vez de camino a la playa, con tanto licor y droga entre pecho y espalda que parecían un par de marionetas de trapo, abrazados y sosteniéndose entre sí con suma dificultad.

Siendo como las seis de la mañana del domingo, Lucy se despertó al oír los buses y los pregones de los vendedores de frutas y pescado. Con total pericia haló con sus dientes el seguro de la portezuela, todos esos trucos y muchos más, como sacar billeteras de los bolsillos de las personas y tomar los bolsos de las señoras en las mesas de los restaurantes, se los había enseñado el buen Baudelino. De la misma manera giró la palanca y abrió la puerta, saliendo muy horonda a dar un paseo por los alrededores del taxi. Inmediatamente otros perros que deambulaban por el sector sintieron la presencia de una perrita en calor y comenzaron a ladrar y a correr tras ella, esta empezó a correr y los demás perros a seguirla.

Abelardo vio en su reloj las seis y cuarto de la mañana y saltó de la cama como un resorte, se calzó, se montó en su bicicleta y salió rumbo a la casa de Rosario.

Dobló la esquina y descendió a toda velocidad cuesta abajo por la calle principal de Los Molinos; a unos pocos metros de la tienda de Antonio el turco Báladi, una jauría de perros ladrando, corriendo tras una perrita blanca se atravesaron de improviso en su camino y no siendo capaz de maniobrar y eludir el obstáculo, salieron volando por los aires, Abelardo, Lucy y la bicicleta. La bicicleta quedó inservible, Abelardo se recupera de múltiples contusiones y heridas y de Lucy se desconoce su paradero.

Rosario llegó a la hora convenida, lucía un jean con estoperoles de colores y una blusita amarilla de algodón, se sentó en el murito con su maleta de color rosa a esperar a Baudelino. Siendo las ocho de la mañana y al ver que su príncipe no aparecía, se quitó las sandalias doradas que llevaba puestas, dejó su maleta en el murito y camino hacia la playa.

Dos cuerpos yacían sin vida tendidos en la arena, ahí donde muere la ola. Ella con un topsito raído por la violencia de las olas dejaba sus senos al descubierto, y él, desnudo, con su cuerpo amoratado, arañado e inflado; eran Baudelino y Cindy. Rosario se paró a mirar junto a las demás personas que se arremolinaron en torno a los occisos, a los que el mar empujaba caprichosamente.

Rosario se dio vuelta, se sacudió el cabello y caminó a lo largo de la costa. Tomó un palo como de un metro de largo y empezó a golpear con rabia todo cuanto encontraba a su paso. Las personas la observaban desconcertadas sin atinar qué hacer. Señales de tránsito, postes, canecas, puertas y ventanas, incluso algunos vehículos de turistas que ya empezaban a llegar, fueron blanco de los palazos de Rosario, que además parecía que había adquirido una fuerza inusitada.

Como a eso de la diez de la mañana me levanté, la resaca me estaba matando, no me aguantaba ni el hambre ni la sed. Metí la mano en los bolsillos de mi pantalón y nada. No tenía cinco centavos, entonces me acordé de mi desafortunado intento de hacerme promotor artístico. Recordé que entre las páginas de un librito que había sobre la mesa de noche había metido un billetico, no era gran cosa, pero al menos me alcanzaría para poner cualquier “liga” en la barriga.

Me puse la camisa, un jean y mis sandalias ‘tres puntadas’, salí a la calle y sentí cómo el sol me rasgaba los ojos. Enceguecido aún por la resolana y sudando copiosamente en el pecho y las axilas, caminé hacia la mesa de frito de la esquina.

Dos de queso por favor fue lo único que alcancé a decir antes de que Rosario Suescún me atestara un palazo en la cabeza habiéndome confundido con un poste de la luz.

No sé qué pasó después...fueron unos segundos, quizá minutos o tal vez horas... para el caso no importa, el asunto es que una vez volví en mí, me encontré en esta oscuridad, atrapado en este pozo, al que según creo, llaman el purgatorio.

FIN

La Bestia - Cuento


Por: Juan Felipe Restrepo Mesa

-Todos los animales son lindos- , le dijo mirándolo muy seria con esos grandes ojos azules que coordinaban con el azul celeste de su vestido de lino de holán, botones de nácar, cuello de organdí y zapaticos de charol blanco decorados con unos curiosos apliques; la muchachita parecía más bien salida de una revista de figurines; un lazo de tul del mismo color del vestido sujetaba una mata de cabello color de oro.

–No hay animal feo-, continuó mientras sostenía en sus manos un ejemplar de la revista National Geographic frente al puesto de revistas de la caja de registradora del supermercado. Más le habría valido no haber abierto su boca insinuando lo desagradables que le parecían las hienas de la foto peleándose por un pedazo de carroña. -Tremendo sopapo me dio esta criatura-, -¿tendrá qué? ¿Escasos diez años quizá?, pensaba mientras continuaba esperando pacientemente en la fila de la caja registradora. Canceló unos chicles, una botella de agua, los recuerdos le anudaban los intestinos y le cortaban por segundos la respiración. Se montó en su camioneta, el parqueadero del supermercado estaba muy oscuro, encendió la maquina y se dirigió a la puerta de salida; la abundancia de luz le encegueció por unos segundos.

Un par de segundos le tomó aclarar de nuevo la vista, ante sus ojos se abría majestuoso el mar Caribe, azul, espumoso y violento. El pequeño cayuco impulsado por un viejo motor fuera de borda se bamboleaba frenético tratando de cruzar las olas de ese mar embravecido, atrás quedaba la boca del caño cubierta por una bóveda de manglar y palmeras; Prudencio entretanto le gritaba que se agarrara con fuerza a la borda de la embarcación; la mezcla de los vapores de la gasolina, el aceite quemado, el agua podrida de la sentina y el hedor a sanguaza y orín le embotaban los sentidos; los parches de fibra de vidrio que con el tiempo y el sol se habían cuarteado le producían urticaria en las nalgas, en los brazos y en las manos; la salpicadura de agua de mar y salitre le hacían arder los ojos, sin embargo, nada de eso pudo impedir que quedase absorto ante ese mar y la imponencia de la Sierra que poco a poco iba desapareciendo a sus espaldas.

…La nube de huevos embebidos en un mucílago verde comienzan a eclosionar y los embriones buscan desesperadamente la luz…

En las primeras horas de la tarde regresaron por el mismo mar, la misma faena, abriéndose paso a través de unas olas que rompían amenazantes a pocos metros de la playa; Prudencio como un lince al acecho escrutaba ese mar contando las olas, esperando el momento exacto para atacar, evitando así que la mareta les hiciera pedazos los tres palos que esos locos llaman canoa; los mismos gritos de Prudencio, el frenesí de los muchachos, el ardor por el salitre reseco sobre la piel, el hambre, el frío, el vértigo de la velocidad que adquiere la lancha con el impulso de la ola y de pronto el mismo caño de palmeras y manglares que dejaron esa mañana.
Una vez en el caño, con el motor apagado todo era silencio, la entrada a puro canalete, se escuchaban las águilas, los monos aulladores, los periquitos; una garza real abría el vuelo.
Atracaron en la barranca y todo el mundo a trabajar, éste bajó el motor, otro el chinchorro, el palangre y las dos neveras de icopor con el pescado; Mister los observaba, todos reían, hacían bromas, se conocían de siempre. Prudencio los vio nacer a todos, quizá aún hoy ha de guardar la esperanza de hacer de este puñado de adolescentes verdaderos hombres de mar, aunque algunos ya empezaban a desertar en busca de dinero fácil raspando hojas de coca en la Sierra.

…Las larvas comienzan un proceso de metamorfosis. Ya se mueven, brotan pelos, uñas y garras alrededor de una boca cubierta de mucosidad…

Una vez que todo el menaje quedó asegurado en la Ford de Juaquito se dieron un chapuzón en las aguas frescas del caño; -es hermoso- pensaba Mister mientras observaba ese rincón de selva cubierto de palmeras, juncos, y manglares.

A unos pocos metros del grupo y justo en frente de su casa, una niña de unos doce años lavaba su uniforme escolar en las aguas del caño. De rodillas sobre una piedra iba apilando el montoncito de ropa para que no se ensuciara con el barro, una a una iba estregando y escurriendo las prendas de su uniforme de colegio, que si la camisa, que si la faldita, que si las medias, que si las braguitas, una rutina que cumplía cada tarde, o de lo contrario no tendría ropa para ponerse al día siguiente. La niña, arrodillada sobre la piedra, con un ademán muy femenino retiraba el cabello de su cara con el envés de la mano para no untarse de jabón. Su cabello era castaño y su piel trigueña, -no parecen de por estos lados-, pensaba Mister, -han de ser los hijos de algún colono que se aventuró por estas tierras-. Sus dos hermanitos, menores que ella, jugaban a su lado sobre la barranca. Ambos estaban desnudos, uno de ellos sostenía con sus manos un cordel amarrado a un camioncito rojo de hojalata al que le faltan todas sus ruedas. El otro bañaba en el caño un pedazo de hilo nylon que Prudencio le había sujetado a una varita de Matarratón.

Prudencio echándole agua la invitó a bañarse con ellos, ella le sacó la lengua y le torció los ojos; -esta gente no respeta-, se dice Mister para sí, pero inmediatamente se da cuenta que es una broma que se han venido haciendo los dos desde que ella llegó con su padre a instalarse en estas tierras.

…las larvas se han ido transformando en diminutas bestias que se parecen a sus progenitores adultos, tienen tenazas, pelos, y garras; de sus bocas sale una sustancia pustulenta, mal oliente; poco a poco se agotan las reservas de alimento con que nacen y comenzarán a buscarlo, de no encontrar nada para saciar su apetito comenzarán a canibalizarse entre ellas mismas….

La niña con cuidado subió a la barranca y se acercó a mirar la nevera de icopor donde se encontraba el producto de la pesca; con una mezcla de curiosidad y temor acercó su dedo índice para tocar una de las langostas que aún permanecían vivas. Miró a Mister haciendo un gesto como de asombro y asco, él mostrándole el animalito le dijo que todos los animales eran lindos, -en realidad no hay animales feos- afirmó con mucha ternura.

A la mañana siguiente, en la escuela la niña hizo un dibujo de la langosta que Mister le había enseñado la tarde anterior, la maestra les explicó a los demás compañeritos que se trataba de un crustáceo decápodo, un primo lejano de las arañas. Algunas de las compañeritas del curso hicieron cara de asco y la maestra les dijo con mucho cariño:
-todos los animalitos son lindos…no hay animales feos-.

…Una de las bestias ya ha alcanzado el tamaño de un adulto, se despacha contra sus demás hermanos y está listo para seguir engullendo, en lo sucesivo ninguna cantidad de alimento será suficiente para saciarla…

Sobre la barranca pero más cerca al mar había otra cabaña. El lugar era precioso, totalmente cubierto de palmeras; los dueños de estas tierras solían arrendársela a turistas durante las temporadas de vacaciones, sin embargo, desde hace más de un año la ocupaba Don Ciro, comandante paramilitar que regentaba esta zona.

La caravana de burbujas se dirigió al pueblo, los carros regresaban llenos de peladas, Don Ciro estaba de cumpleaños y sus hombres habían recogido a todas las prostitutas de la zona para que les animaran la fiesta, lo estaban celebrando a lo grande: trago, droga, música estridente, sancocho de tres carnes y mujeres….

Entre tanto Prudencio, sus grumetes y Mister como cada tarde, dándose el consabido baño después de faenar todo el día en el mar.

….La bestia está enfurecida, nada parece saciar su apetito, de las barbas y tenazas penden aún restos de seres que fueron engullidos sin contemplación, líquidos pestilentes y gases nauseabundos emanan de su cuerpo, partículas de alimento son expulsadas por regurgitación, su tamaño es enorme y amenaza con destruirlo todo…

Al paso de las camionetas, todos permanecieron callados expectantes; el jolgorio se escuchaba a metros de donde estaban, la atmósfera se sentía muy pesada, habían sido muchos meses sobrellevando y conviviendo con el miedo y la vergüenza. Luego de unos minutos en el caño Mister notó que algo faltaba en un paisaje que ya le era familiar, esa tarda no estaba la niña que lavaba la ropa.

Otro vehículo bajaba por el camino del caño y se detuvo justo en frente de ellos. Del Campero se bajó uno de los hombres de confianza de Don Ciro diciéndole al conductor -espere compita pa´que vea la cara del jefe cuando le entregue el regalito que le llevo-…ambos soltaron sonoras carcajadas…

Prudencio, los muchachos y Mister parecían invisibles, a esos tipos no les importaba que ellos estuviesen ahí presenciando la escena….para esta gente simplemente no existían…

El hombre regresó al campero y detrás lo seguía una jovencita, era la niñita que lavaba la ropita en el caño, ya no llevaba su uniforme escolar, ni su atadito de libros y cuadernos; iba vestida y maquillada como una mujer aunque en su carita aún se adivinaba la inocencia de una niña de doce años. El vehículo arrancó estrepitosamente deteniéndose en la cabaña de Don Ciro. A los lejos continuaba la música estridente, la gritería y el jolgorio.

La noche se abrió paso entre los últimos arreboles de la tarde; una bandada de flamingos rosados cruzó el cielo y en pleno vuelo se enredaron en las notas de melancólicos vallenatos que salían de gigantescos amplificadores de sonido inundando todo el caserío. Poco a poco rendido por el cansancio de un día de mar Mister se quedó dormido arrullado al vaivén de su hamaca.

En el altar de piedra a la vera del caño estaba el mismo montoncito de ropa, la niña estregaba, escurría y apilaba cada una de las prendas de su uniforme para que no se ensuciaran con el barro, que si la camisa, que si la faldita, que si las medias, que si las braguitas, la misma rutina que cumplía cada tarde, excepto la del día anterior. Sin embargo, su mirada perdida en los remolinos que iba dejando el caño camino al mar Caribe, ya no era la misma. Su rostro ya no era el de una niña, en su cara se dibujaban los rasgos de una adultez prematura, una adultez que llegó sin anunciarse, sin dar aviso, con mucho dolor…

Mister se le acercó, ella lo miró con enojo y en tono de reclamo le dijo, -no señor…no todos los animales son lindos….hay uno muy feo-.

La bestia se ha reproducido de nuevo…

FIN

Medellín
26 de Diciembre de 2007

sábado, 23 de octubre de 2010

De la Patagonia a Nuqui. II Parte

Al encuentro de la Ballenas - Bitácora de Viaje


Por: Juan Felipe Restrepo Mesa

Cuando la puerta del avión se abrió sentí el aire cargado de humedad y pude ver la majestuosidad de la selva que empieza ahí mismo donde termina la arena de la playa. El vuelo a Bahía Solano desde el aeropuerto Olaya Herrera de la ciudad de Medellín dura 45 minutos aproximadamente. Dejando atrás La Cordillera Occidental Colombiana, la mayor parte del vuelo se hace sobre una inmensa sabana verde, atravesada por un serpenteante río Atrato. Mi padre solía bromear diciendo que si uno se caía en esa selva, no volvía a aparecer -“ni en la última página del periódico”-, así es la selva del Chocó Colombiano, densa, verde y agreste, uno de los lugares donde más llueve en el mundo.

Mis compañeros de viaje eran mis mejores amigos del colegio, juntos habíamos terminado el curso de buceo con tanques, y como ya habíamos cumplido los catorce años, mis papás nos permitieron viajar solos a pasar las vacaciones de mitad de año en la cabaña que tenemos en Bahía Solano. Rodolfo y Ana que han sido por años nuestros mayordomos y son personas en quienes mis padres tienen puesta toda su confianza nos esperaban en el aeropuerto. Rodolfo nació en Piñas y desde que tiene uso de razón ha navegado las turbulentas aguas del Océano Pacífico Chocoano. Ana, su mujer, ha trabajado desde niña con mi familia, ella me cuenta que fue mi abuelo, quien salvó su vida, cuando recién nacida junto a su madre fueron presa del paludismo y su abuela, la vieja Yoya la daba ya por muerta. Su madre no corrió con la misma suerte y murió víctima de las altas fiebres. Los antepasados de Rodolfo y Ana fueron esclavos que llegaron de África.

Mientras veía por la ventana del avión aquella mañana de Junio, pensaba en las palabras que mi padre me dijo mientras me subía al Aero-Commander bimotor que nos llevaría a Bahía. “Hijo, autonomía y responsabilidad son dos hermanas que siempre andarán juntas tomadas de la mano”. Lo que mas nos entusiasmaba a mis amigos y a mi, era el hecho de poder hacer avistamiento de Ballenas Yubartas, que por esta época del año arriban a las costa Pacífica a aparearse. Quince días de aventuras, pesca con Rodolfo, caminatas por la selva, inmersiones de buceo, y como si fuese poco, degustar las deliciosas comidas que nos haría Ana y en las noches escuchar las historias de la abuela Yoya, mientras fuma graciosamente su tabaco.

El día amaneció nublado como es costumbre en esta región del país, un leve aguacero refrescaba un poco el bochorno del ambiente; ansiosamente esperábamos en la playa a que Rodolfo terminase de preparar la lancha para irnos de pesca. En las mañanas la marea del Pacífico hace que el mar se retire casi un kilómetro de su distancia habitual, con lo cual queda al descubierto una gran cantidad de fauna marina, cangrejos azules, pececitos de colores y erizos de mar entre otros permanecen atrapados en pequeñas charcas, hasta que la marea vuelve a subir; hay cuatro cambios de marea de seis horas cada uno.

Por fin salimos de pesca. Desde que tengo uso de razón he tenido esa misma agradable sensación cuando se aceleran los motores, la brisa marina me inunda los sentidos y mi corazón late con todas las fuerzas. Lanzamos los cordeles al mar mientras una bandada de gaviotas surcaba el cielo y una manada de delfines moteados nadaba a toda velocidad a nuestro lado, saltando, dando volatines en el aire. Las varas se tensaron, y mientras doblábamos alrededor de Los Vidales, formaciones de rocas ígneas que en la mitad del mar como centinelas protegen la bahía, el chirrido del carretel nos anunciaba que un gran pez había mordido el señuelo y que el almuerzo venía en camino. Nuestra costa Pacífica es muy rica en pesca, por ser bañada por ramales de la corriente de Humbolt y es de esperar que toda presa que capturas sea una pieza de gran tamaño. Esta vez no fue la excepción y una Sierra Wahoo de metro y medio de largo casi nos saca a mis amigos y a mi del bote, de no ser por los cinturones de seguridad que nos mantenían sujetos a la lancha; Rodolfo muerto de la risa nos amenazaba con cortar el sedal si nos dejábamos ganar la pelea del animal. Abelito su hijo, de nuestra misma edad, se alistaba con un garfio a izar en la borda de la embarcación tamaña fiera; casi una hora de pelea nos dejaron exhaustos, decidimos entonces regresar a casa. La Wahoo terminó en la olla de Ana; degustamos el suculento almuerzo con patacones, arroz con coco, y medallones de Sierra sin imaginar siquiera que sería la última comida decente que tendríamos durante los siguientes ocho días.

El plan que teníamos para la tarde era bucear en el bajo “Galatea”; un cantil de unos sesenta pies de profundidad a unos treinta minutos de la cabaña. Cuando nos disponíamos a organizar los equipos de buceo, Abelito nos informó que Rodolfo se había tenido que ir a hacer una diligencia al pueblo y tendríamos que posponer la buceada para otro día. Lucas y Juancho se disgustaron y para ser honesto yo también, pues estábamos desesperados por meternos al mar, decidimos tomar el bote e ir nosotros con Abelito, al fin y al cabo, era a tan solo 30 minutos de la casa y ¿qué nos podría pasar? Una extraña sensación me recorrió mi cuerpo pues sabía que estaba cometiendo un grave error pero me negaba a reconocerlo. Encendí los dos motores, recogimos el ancla, y enfilamos la proa en dirección a “Galatea”.

Todo ocurrió con mucha rapidez; los motores se detuvieron enredados en un trasmallo, la ola nos golpeó de popa, la batería hizo corto, hubo una chispa y hasta se intentó formar un incendio que sofocamos rápidamente con el extintor de la lancha. Ninguno de nosotros tenía ni la más remota idea de cómo hacer funcionar de nuevo los motores y como tampoco teníamos electricidad la radio del bote estaba fuera de servicio. Los celulares tampoco funcionaban pues en esa región del país la telefonía celular es aún muy precaria; así que ahí estábamos cuatro adolescentes, a la deriva y en mitad del mar.

El único equipo que funcionaba era el GPS (Sistema de Geo Posicionamiento Global) que por ser a baterías no se dañó con el cortocircuito, éste me recordaba segundo a segundo que estábamos siendo arrastrados cada vez más lejos de casa hacia mar adentro. En mi mente aún resonaban los consejos de mi papá antes de montarme en el avión: “Manuel, antes de tomar cualquier decisión, piénsalo bien por lo menos tres veces”, y claro mi testarudez ni siquiera me permitió considerar los riesgos de tomar el bote sin permiso y sin Rodolfo. La tarde fue dando paso a la noche; no cesaba de llover, acurrucados nos acostamos en la proa de la lancha cubriéndonos con la carpa y un plástico que Rodolfo utilizaba para tapar los motores.

Me arrullé recordando una historia que la abuela Yoya nos contó la noche anterior, acerca de cómo su padre, el viejo Anastasio, cuando era un niño, había sido salvado de morir ahogado en el mar por una manada de ballenas Yubartas, y nos decía qué como era una persona muy buena y de noble corazón las ballenas le hablaban, y una de ellas, la que llamaban Caspian, le dijo que había sido muy valiente y que jamás lo iban a olvidar. Mis amigos y yo no hicimos más que burlarnos esa noche de lo absurdo de la historia, pero en medio de ese mar oscuro y bajo la inclemente lluvia, añoraba con todas las fuerzas de mi corazón que esa historia fuese cierta y que un grupo de ballenas viniera a salvarnos.

Lo de menos era el agua potable pues en el Pacífico no para de llover, ni la comida, pues los peces se saltaban dentro de la embarcación, lo preocupante era que la corriente nos seguía arrastrando hacia mar adentro a toda velocidad y en un par de días estaríamos frente a Nicaragua o El Salvador.

Pasó el segundo día y ni un barco ni un avión; a nuestro alrededor se observaba un mar de color café con toda suerte de objetos flotando en él, ramas de plátano, suelas de zapato, un pedazo de sombrilla, bolsas plásticas, una gaviota se erguía en lo que parecía una bacinilla y troncos gigantescos; decidimos pescar y Lucas atrapó un Mahi mahi. Lo subimos al bote, le quitamos las vísceras y nos lo comimos crudo. En baldes habíamos recogido suficiente agua dulce y además no había parado de lloviznar. En la noche cesó la lluvia y el cielo se despejó, jamás habíamos visto tantas estrellas, era verdaderamente hermoso. En el mar un fenómeno aún más increíble, millones de pequeños micro organismos planktónicos bío-luminiscentes hacían que la lancha pareciese suspendida en el cielo.

Mis amigos se durmieron y yo me quedé sumido en mis pensamientos sentado en la borda de lancha cuando sentí a mis espaldas un estruendo acompañando de surtidor de agua, era una gran ballena Yubarta justo al lado de nuestra embarcación. Era tal su tamaño que hacía ver nuestro bote como una pequeña cáscara de nuez. Por un instante nuestras miradas se cruzaron y en sus ojos pude ver la misma sensación de honda preocupación que me embargaba a mí en ese momento. Permanecimos uno al lado del otro por espacio de una par de horas, incluso me permitió que con mi mano rozara su enorme cabeza. Luego desapareció y yo me acosté con mis compañeros.

Al día siguiente, el segundo, cuando apenas comenzaba a despuntar la mañana, a lo lejos, como a unos 100 metros pude contar unas diez ballenas jorobadas. Parecían desorientadas, sin saber a donde ir, y lo que más nos llamó la atención es que todas nadaban en torno a una de ellas que parecía en problemas. Remamos con todas nuestras fuerzas y cuando llegamos al sitio efectivamente una de ellas estaba enredada en una especie de red sujeta a tramos de cables de acero; nosotros nos pusimos los equipos de buceo y nos sumergimos pero ya era demasiado tarde, la ballena había tragado mucha agua y prácticamente estaba muerta, pude reconocer el animal que me acompañó por dos horas la noche anterior y me sorprendió como intentaba por todos los medios mantener a flote al animal atrapado. Pudimos constatar que eran todos machos. Con nuestros cuchillos tratamos de liberar la cola del animal, pero ya no teníamos tiempo, y la vimos exhalar por última vez. Nuevamente los ojos de la ballena y los míos se cruzaron y pude ver la tristeza que la embargaba y si se me permite, creo que la vi llorar.

De vuelta en el bote nos acurrucamos en la proa a esperar que amainara un pertinaz aguacero. En la tercera noche de naufragio la ballena Yubarta volvió a acercarse a nuestro bote, sentí un impulso de meterme a nadar con ella, me puse la máscara de buceo, el snorkel y las aletas y me sumergí a su lado, su enorme cabeza me superaba en tamaño, me sostuve en su costado y creo que así estuvimos por un largo rato. –“Yo creo que estas perdido”- le dije, -“al igual que nosotros, estamos todos fuera de curso”-. Ella parecía entenderme asintiendo con un movimiento de sus aletas frontales. Por mis clases de Biología en el colegio sabía de los estragos que estaba ejerciendo el sobrecalentamiento en las corrientes marinas que sirven de guía a estos cetáceos. Una vez en la borda de la lancha le propuse a la ballena un trato, yo las guiaría a Nuquí y ellas con sus fuertes coletazos nos empujarían de vuelta a casa; mi amigo me entendía. Con el GPS trazamos el rumbo a Nuquí, con mi brazos le indicaba a Odíseo, porque así era que se llamaba, el rumbo a seguir; todas las ballenas a medida que nadaban producían una corriente tal, que hacía estremecer nuestra lancha. Nuestra sociedad funcionó de maravillas y en los tres días siguientes alcanzamos nuestro objetivo, una vez allí fuimos reconocidos por el guardacostas que vino a nuestro rescate; Odiseo y yo nos dijimos adiós y cuando estábamos siendo remolcados a la orilla, a lo lejos pude ver a Odiseo y sus amigos saltar de alegría al encuentro con su amada Helena. La época del apareamiento en el Pacífico había comenzado justo a tiempo.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Desde la Patagonia hasta Nuquí - I parte (Cuento)

Siguiendo el Cantico de las Ballenas Yubartas,
Bitácora de viaje

Por: Juan Felipe Restrepo Mesa

Es una mañana brumosa que presagia grandes aventuras de mar. Odiseo le da una último vistazo a ese blanco casquete polar que da forma a las costas de la Antártica, aguza su oído para poder captar la lejana tonada, prueba la temperatura del agua, y sin volver la vista atrás emprende su primer viaje de mas 10000 kilómetros hacia las lejanas playas de Nuquí en el Pacífico Colombiano en pos de su amada Helena, una ballena jorobada hembra de más de 100 toneladas de peso. Odiseo y su amigo Homero son los machos más jóvenes de la manada de Yubartas que capitanea Caspian, viejo marinero que por muchos años ha atravesado el Pacífico Sur, donde se han venido apareando por generaciones. Caspian piensa que es su último viaje, pero mientras sus músculos tengan fuerzas seguirá siendo el macho dominante de la manada Alfa.
Con los años las condiciones del viaje se han hecho cada vez más penosas. Ruidos extraños, como sirenas de barcos o señales de sonar, distorsionan los cánticos que son emitidos a miles de kilómetros de distancia por otras ballenas y que sirven de faro en la gran aventura de cruzar el Pacífico; como si ello fuese poco, la temperatura del planeta aumenta como consecuencia del sobrecalentamiento global y el mar no es la excepción, ocasionando que la gran corriente de Humbolt que les sirve de ruta por la cual navegan, a menudo se divida en ramales que los podrían llevar a destinos mortales. Tal incremento en la temperatura de la superficie del mar hará que el plankton, pequeñísimos organismo unicelulares de los cuales se alimentan las ballenas, se sumerja a profundidades muy superiores de lo habitual; Homero y Odiseo terminan el día exhaustos tratando de alcanzar los bancos de plankton para reanudar la navegación a primera de hora del día, o de lo contrario, no llegarán a tiempo a la temporada de cortejos, lo que significa perder a Helena, su gran amor.
Ya han hecho la mitad del recorrido, es de noche y Homero siente que algo se le enreda alrededor de su cola. Una gran aleta caudal que ha sido el orgullo de su familia pues ostenta la gran cicatriz, prueba irrefutable de fieros encuentros con los temibles Calamares Gigantes. Es un amasijo de cables y redes que deriva abandonado con la corriente, la cola se le atasca, los demás miembros de la manada observan impotentes mientras Homero libra la que puede ser la última gran batalla de su vida. Poco a poco sus fuerzas desfallecen y comienzan a llenarse de agua sus pulmones, Odiseo con lágrimas en los ojos ve como su amigo exhala por última vez. Son cientos de mamíferos marinos y otras especies las que mueren cada año enredadas en objetos que flotan en el océano.
La vida en la manada tiene que continuar, Odiseo y las demás Yubartas cada vez están más cerca de su destino. En un próximo capítulo sabremos más acerca del desenlace de esta aventura en el Océanos Pacífico.

martes, 19 de octubre de 2010

De cómo conocí al Capi Ospina


Tumbado en mi cama viendo pasar las horas, escuchando los truenos y relámpagos de un aguacero torrencial de esos que  de cuando en vez bañan a Medellín, prendí el televisor en uno de los dos únicos canales que existían por aquel entonces. Citas con Pacheco desde Santa Marta, el invitado, el Capitán Francisco Ospina Navia. Corría el año de 1983, tenía yo 19 años.

- Yo quiero trabajar con ese señor-, pensé.

Tomé mi máquina y le escribí pidiéndole trabajo. Sellé la carta y la envié por correo. Pasaron las semanas y los meses; honestamente ya no esperaba respuesta. Un día en el buzón de correo encontré la carta que a continuación transcribo. La guardo como el más valioso  tesoro. En esa carta el Capi deja entrever su carácter recio, su talante militar y su espíritu aventurero, pero más allá de todo eso, el profundo amor que profesaba por el mar.

“Octubre 25-83

Señor

JUAN FELIPE RESTREPO

Medellín

Estimado joven:

Recibí su carta y le agradezco sus comentarios. En cuanto a su deseo de trabajar en el Acuario, en realidad creo que usted puede aprender algunas cosas prácticas de pesca y marinería. Pero las condiciones del alojamiento son pobres y sus compañeros de trabajo son motoristas y el guía del Acuario. Usted tendría que quedar un poco aislado del bullicio de la ciudad, pues la lancha viene al Rodadero a las 5 p.m. pero regresa antes de las siete, es decir que desde esa hora queda “internado” (las comillas son de él) hasta las 8 de la mañana cuando la lancha regresa al Rodadero. Tiene derecho a un día libre. Si en un mes de trabajo a usted le gusta el ambiente y si yo estoy conforme con su conducta puede comenzar   a recibir un pequeño sueldo para sus gastos personales. No acepto en el personal que trabaja en el Acuario, indisciplina, desorden ni alcoholismo. Hay una cocinera que hace el almuerzo, pero el desayuno y la cena se la preparan los motoristas y el celador que permanecen en la noche en el Acuario. No tenemos categorías en el trabajo y lo mismo puede tocarle una faena de pesca o de buceo, que tirar pala o barrer con escoba.
De manera amigo, que si le interesa, avíseme con 10 días de anticipación. Coincidencialmente, he recibido cuatro cartas como la suya y solamente a usted le contestado afirmativamente.

Cordial saludo;

Francisco Ospina Navia”


Este ha sido uno de los momentos de inflexión más importantes de mi vida, un viraje y un cambio de rumbo de 180º. Conocer al Capi, haber tenido el privilegio de compartir con él la pesca, el buceo, el "oiga loco nos va a matar....  " cuando te ponía al mando de la "atrevida", el temperamento en el rescate de unos "pérdidos"  en medio de las olas y las corrientes. El compartir los sueños  de una  Colombia más próspera a través de un turismo más responsable, de un país incluyente y decente. Un país que ame y respete  sus recursos naturales, y sobre todas las cosas,  una estado que haga lo  que tiene que hacer, gobernar con transparencia, con principios y para todos. El Capi fue un hombre recto, como el bauprés de un gran velero. Un hombre de principios. Para mi, el último gran aventurero. El que se recorrió a remo y vela este país de Norte a Sur, de Oriente a Occidente. Quizá estábamos persiguiendo el horizonte cuando nos hablaba de canales, de la protección de las cuencas de los ríos y de los mares, de los corazones de las ballenas, y de su corazón.... que latía tan fuerte y era tan grande, que hasta una ciudad entera cupo en él, su Santa Marta de alma. Creo que nuestro mejor reconocimiento es velar por que esas visiones se conviertan en realidades.  Capi, mi gratitud infinita por haber respondido esa carta, gracias por haberme regalado ese tesoro maravilloso, que vale más que todo el oro del mundo, tu amistad. Muchas gracias, desde donde estés, muchas gracias.

AETERNITAS MARIS IGNOTUS

Quiero pensar en un más allá, El Capi y Cousteou, pleanean una aventura en el ignoto mar de la eternidad, llevan a Maqroll El Gaviero de Piloto, y a Obregón para que pinte las maravillas que han de encontrar. Capi gracias¡¡¡, me regalaste tu ejemplo de amor y pasión por el mar. Juan Felipe Restrepo Mesa